EL PERRO DEL SOL
Eran
las dos de la mañana. El apacible y silencioso momento de un campo sin casas
fue interrumpido por intrusos del sitio campirano. Los únicos moradores de una
pequeña vivienda de cartón y madera, don Matías y doña Lencha, escucharon repentinos
ruidos que suponían la presencia de personas no gratas. El marrano gruñía con
fuerza y, según la pareja mencionada, los rateros pretendían robar al único
cochino de más de cien kilogramos que estaba en el chiquero.
-Anda,
Matías, sal por la puerta de atrás y vete a ver a los alguaciles –expresó doña
Lencha-. Y diles que vengan rápido para que agarren a los malosos.
Don
Matías caminó media hora para llegar a la comandancia de la policía municipal, entre
milpas y enormes árboles que oscurecían más el camino. Por eso el hombre
llevaba en la mano un cirio prendido para iluminar un poco el sendero por donde
avanzaba.
-Se
escucha que son varios –dijo don Matías al comandante de la policía, de nombre
Mateo, pero era conocido con el mote de El perro del sol, un hombre alto y
corpulento, con el cabello y cejas rubios.
-Súbete
al caballo y vámonos –ordenó el comandante.
Se
desplazaron sólo tres policías con el comandante. Atrás del Perro del sol, en
el lomo del mismo caballo, iba don Matías. En menos de quince minutos los
elementos del orden estaban rodeando el área ejidal con linternas y sendas
escopetas en mano. Los delincuentes eran tres, dos de ellos enseguida se dieron
a la fuga, pero el joven Ernesto, de la comunidad San Jerónimo, cayó instantáneamente
al recibir un certero balazo por la espalda disparado por el Perro del Sol.
El
padre de Ernesto juró vengarse. Y hasta los oídos de El perro del sol llegó esa
sentencia. Entonces se acordó del asesinato que había cometido en contra de don
Joaquín, un adulto mayor, pacífico y de respeto en el pueblo, y que su único
error había sido el tomarse unas copas un Domingo de Pascua. Don Joaquín fue
por un atajo para llegar más rápido a su casa, alrededor de las once de la
noche, pero en ese atajo El perro del sol asaltó y mató a golpes al caminante
nocturno. Don Joaquín era un hombre de baja estatura, de 60 años, y jamás pudo
defenderse ante el enorme hombre güero, vaya, ni siquiera intentó defenderse
por el estado etílico en que iba.
“Quien
a hierro mata a hierro muere”, refrán que se produjo en la mente del comandante
al enterarse que también lo buscarían para matarlo.
En
el pueblo sólo había dos camiones que prestaban el servicio de pasaje, que
trasladaba y traía a la gente del pueblo a la ciudad principal. Los vehículos
tenían que pasar por San Jerónimo, el único paso de terracería que había para
ir a la ciudad. Ahora el padre de Ernesto se dedicó a revisar casi con lupa los
autobuses destartalados que pasaban a su dominio terrenal. Escopeta en mano
subía a revisar los asientos del camión, en busca de El perro del Sol. Pero
éste suspendió sus viajes a la ciudad. Dejó pasar mucho tiempo. Calculó que las
cosas ya habían regresado a la normalidad. Se subió a una unidad de pasaje y se
fue a la ciudad, a divertirse un rato pues hacía tiempo que no disfrutaba un
momento especial.
Tomó
sus copas, visitó a unas damas, se divirtió y regresó a las once de la noche,
en el último viaje de regreso que hacía el camión de pasaje al pueblo. Venían
nueve pasajeros en la unidad, entre ellos, El perro del Sol. En San Jerónimo el
vehículo se detuvo. Dos sujetos se pararon enfrente con sendas armas largas de
fuego. Uno de ellos subió al camión. Era el padre del difunto Ernesto. Revisó
asiento por asiento. El perro del sol no tuvo escapatoria. De rodillas le pidió
perdón al papá de Ernesto, explicándole a la vez los hechos ocurridos años a
tras respecto a la muerte de su hijo. Pero el viejo necesitaba descargar su
rencor en el homicida. Por lo que disparó su arma a quemarropa en contra del ex
comandante. “Quien a hierro mata a hierro muere”, exclamó el nuevo asesino.
El padre
de Ernesto lo conocían con el apodo de “El terror de la colonia”. Después de lo
sucedido en el camión de pasaje este individuo se hizo más famoso por su
crueldad, pero aun así se vio en la necesidad de “fugarse del lugar”, según la
versión de la gente, pero en realidad lo que había hecho era esconderse en su
casa. Su esposa, doña Clarita, le sugirió que se acercara a Dios para que
dejara esa actitud de maldad.
El
asesino le pensó mucho, y después de dos años “se acercó a dios”. Visitó al
párroco del lugar y se manifestó arrepentido. El sacerdote le solicitó
confesarse de todo lo que había hecho en su vida y, además, tendría que
comulgar para que de una vez por todas recibiera el cuerpo del señor.
Poco
después El Terror de la Colonia se entregó al trabajo “honesto” y dejó de
delinquir. Dejó atrás la estela de robos y de asaltos en el camino de San
Jerónimo. Se convirtió en carnicero. Mataba cerdos y vendía carnitas y
chicharrones los sábados y domingos. Pero el “negocio” no estaba en el éxito de
las ventas, sino en el peso incompleto que despachaba a sus clientes, y en el
pago incompleto que hacía al comprar los marranos.
Cierta
tarde, luego de ocultarse el sol, recibió a dos visitantes en su casa. Eran Pablo
y El Perrín. El primero era originario del pueblo y el segundo había llegado de
la sierra, en busca de trabajo. Se hizo amigo de Pablo, un hombre sin oficio ni
beneficio, pero que tenía el buen gusto de vestirse bien y hasta usar perfumes
finos. En tanto que el Perrín, que por cierto nadie nunca supo cómo se llamaba,
era una persona que se vestía de manta, sombrero y huaraches de correas.
Le
preguntaron al ex terror de la colonia que si no se interesaba por un marrano,
de ciento cuarenta y cinco kilos. Pablo se identificó como tal, pero su
acompañante nunca dijo una palabra.
-¿Y
de quién es ese puerco?, preguntó el carnicero.
-Mío,
respondió amablemente Pablo.
Sin
más preámbulos el cochinero entró a su casa para traer el dinero y su báscula
romana. Calculó cuánto sería por un cochino de más de ciento cuarenta kilos.
Pero como siempre en su mente pasó rápidamente la idea de pagar menos del valor
real. La “jugada” estaba en desajustar la báscula para que el aparato de
medición arrojara menos pesaje del bulto corporal.
Los
tres hombres descendieron de la parte alta de San Jerónimo y caminaron por
sitios solitarios con rumbo al pueblo. Cruzaron el Ejido La ardillera para
posteriormente internarse a una zona de muchos árboles, pero antes tuvieron que
pasar por el vado de un río con el fin acortar distancias. Una vez cruzado el
río, Pablo y El Perrín le “cantaron derecho” al carnicero. Le exigieron que les
entregara el dinero pero la víctima se negó, por lo que se armó el
enfrentamiento. Pablo sacó un machete de entre sus ropas y atacó al indefenso
hombre, pero éste, a pesar de la oscuridad y de haber recibido un machetazo en
el hombro derecho, logró quitarle el arma al atacante y se fue en contra de él.
Pablo se arrojó al río para salvarse. Aprovechando la distracción, El Perrín
saltó sobre el carnicero y recuperó el arma, para luego quitarle la vida a
machetazos. Ambos tiraron al cuerpo ensangrentado al río.
Eran
las seis y media de la mañana del siguiente día. El Perrín estaba en un solar cosiendo ropa
limpia para cambiarse. La prenda que tenía puesta delataba sobremanera la
acción que había realizado: estaba llena de sangre. Pablo se acercó a él y le
dijo que huyera porque pronto se armaría el escándalo.
A
las nueve de la mañana un parroquiano se acercó a los alguaciles para informarles
que en la curva del río, abajito de su casa, se encontraba atorado un cadáver.
Las autoridades pronto se trasladaron al sitio mencionado. El cuerpo era de un
desconocido del pueblo, pero por esos minutos a la comandancia de la policía ya
había llegado una señora.
-Busco
a mi esposo pues desde anoche salió de la casa y no ha regresado -dijo
compungida doña Clarita.
El
comandante de la policía le hizo algunas preguntas a la señora, quien entre
otras cosas respondió que la tarde del día anterior, ya casi de noche, se
presentaron dos individuos en su casa para ofrecer en venta un cochino. Uno de
ellos no habló, pero el otro dijo llamarse Pablo.
-Lo
siento señora, su esposo fue asesinado.
Doña
Clarita se soltó a llorar, a pesar de que no creía del todo de lo que le
acababan de anunciar. Y a pesar de que sólo había tres elementos policíacos
éstos hacían un gran escándalo y una importante movilización con la ayuda de
hombres y señoras, vecinos del lugar. Las autoridades tuvieron la ocurrencia de
llamar a todos los Pablos del pueblo.
Eran
ya las once de la mañana del día siguiente de los hechos. La madre de Pablo ya
estaba preocupada por su hijo. Pablo, al enterarse de que andaban buscando a
todas las personas que tenían el mismo nombre, se animó a presentarse ante la
policía para desechar sospechas, mas no sabía que a todos los Pablos los
presentaban ante la señora Clarita para que pudiera identificar al presunto asesino;
todos los Pablos pasaban a revisión.
-No,
ese no –decía la señora al ir pasando los Pablos ante su mirada.
Pablo,
el asesino, llegó ante la multitud, fingiendo desconocer lo que pasaba. Unos
vecinos que estaban ahí gritaron.
-Ah,
ese también se llama Pablo,
-A
ver, Pablo, pasa por aquí –ordenó un guardián del orden quien tenía por arma
sólo un pedazo de palo.
Pablo siguió fingiendo y pasó sin demostrar nerviosismo.
-Sí, este fue –gritó doña Clarita.
Lo
detuvieron de inmediato y lo remitieron a la cárcel de la ciudad vecina. Las
autoridades judiciales le sentenciaron catorce años de prisión. Al año Pablo se
enfermó. Dejó de comer. Adelgazó pronto. A los pocos meses falleció tras las
rejas. En el pueblo se comentó mucho que lo había matado su ex mujer mediante
un trabajo de brujería.