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Hola amigos del planeta, bienvenidos a este sitio, en el que encontrarán textos originales del autor, cuentos y poemas, algunos de los cuales están escritos en náhuatl debido a que en el municipio de Rafael Delgado, Veracruz, México, aún se conserva esta lengua nativa de estos lares.(Pedro Enríquez Hdez.)



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24 feb 2012

EL PERRO DEL SOL


EL PERRO DEL SOL

Eran las dos de la mañana. El apacible y silencioso momento de un campo sin casas fue interrumpido por intrusos del sitio campirano. Los únicos moradores de una pequeña vivienda de cartón y madera, don Matías y doña Lencha, escucharon repentinos ruidos que suponían la presencia de personas no gratas. El marrano gruñía con fuerza y, según la pareja mencionada, los rateros pretendían robar al único cochino de más de cien kilogramos que estaba en el chiquero.

-Anda, Matías, sal por la puerta de atrás y vete a ver a los alguaciles –expresó doña Lencha-. Y diles que vengan rápido para que agarren a los malosos.

Don Matías caminó media hora para llegar a la comandancia de la policía municipal, entre milpas y enormes árboles que oscurecían más el camino. Por eso el hombre llevaba en la mano un cirio prendido para iluminar un poco el sendero por donde avanzaba.

-Se escucha que son varios –dijo don Matías al comandante de la policía, de nombre Mateo, pero era conocido con el mote de El perro del sol, un hombre alto y corpulento, con el cabello y cejas rubios.

-Súbete al caballo y vámonos –ordenó el comandante.

Se desplazaron sólo tres policías con el comandante. Atrás del Perro del sol, en el lomo del mismo caballo, iba don Matías. En menos de quince minutos los elementos del orden estaban rodeando el área ejidal con linternas y sendas escopetas en mano. Los delincuentes eran tres, dos de ellos enseguida se dieron a la fuga, pero el joven Ernesto, de la comunidad San Jerónimo, cayó instantáneamente al recibir un certero balazo por la espalda disparado por el Perro del Sol.

El padre de Ernesto juró vengarse. Y hasta los oídos de El perro del sol llegó esa sentencia. Entonces se acordó del asesinato que había cometido en contra de don Joaquín, un adulto mayor, pacífico y de respeto en el pueblo, y que su único error había sido el tomarse unas copas un Domingo de Pascua. Don Joaquín fue por un atajo para llegar más rápido a su casa, alrededor de las once de la noche, pero en ese atajo El perro del sol asaltó y mató a golpes al caminante nocturno. Don Joaquín era un hombre de baja estatura, de 60 años, y jamás pudo defenderse ante el enorme hombre güero, vaya, ni siquiera intentó defenderse por el estado etílico en que iba.

“Quien a hierro mata a hierro muere”, refrán que se produjo en la mente del comandante al enterarse que también lo buscarían para matarlo.

En el pueblo sólo había dos camiones que prestaban el servicio de pasaje, que trasladaba y traía a la gente del pueblo a la ciudad principal. Los vehículos tenían que pasar por San Jerónimo, el único paso de terracería que había para ir a la ciudad. Ahora el padre de Ernesto se dedicó a revisar casi con lupa los autobuses destartalados que pasaban a su dominio terrenal. Escopeta en mano subía a revisar los asientos del camión, en busca de El perro del Sol. Pero éste suspendió sus viajes a la ciudad. Dejó pasar mucho tiempo. Calculó que las cosas ya habían regresado a la normalidad. Se subió a una unidad de pasaje y se fue a la ciudad, a divertirse un rato pues hacía tiempo que no disfrutaba un momento especial.

Tomó sus copas, visitó a unas damas, se divirtió y regresó a las once de la noche, en el último viaje de regreso que hacía el camión de pasaje al pueblo. Venían nueve pasajeros en la unidad, entre ellos, El perro del Sol. En San Jerónimo el vehículo se detuvo. Dos sujetos se pararon enfrente con sendas armas largas de fuego. Uno de ellos subió al camión. Era el padre del difunto Ernesto. Revisó asiento por asiento. El perro del sol no tuvo escapatoria. De rodillas le pidió perdón al papá de Ernesto, explicándole a la vez los hechos ocurridos años a tras respecto a la muerte de su hijo. Pero el viejo necesitaba descargar su rencor en el homicida. Por lo que disparó su arma a quemarropa en contra del ex comandante. “Quien a hierro mata a hierro muere”, exclamó el nuevo asesino.

El padre de Ernesto lo conocían con el apodo de “El terror de la colonia”. Después de lo sucedido en el camión de pasaje este individuo se hizo más famoso por su crueldad, pero aun así se vio en la necesidad de “fugarse del lugar”, según la versión de la gente, pero en realidad lo que había hecho era esconderse en su casa. Su esposa, doña Clarita, le sugirió que se acercara a Dios para que dejara esa actitud de maldad.

El asesino le pensó mucho, y después de dos años “se acercó a dios”. Visitó al párroco del lugar y se manifestó arrepentido. El sacerdote le solicitó confesarse de todo lo que había hecho en su vida y, además, tendría que comulgar para que de una vez por todas recibiera el cuerpo del señor.

Poco después El Terror de la Colonia se entregó al trabajo “honesto” y dejó de delinquir. Dejó atrás la estela de robos y de asaltos en el camino de San Jerónimo. Se convirtió en carnicero. Mataba cerdos y vendía carnitas y chicharrones los sábados y domingos. Pero el “negocio” no estaba en el éxito de las ventas, sino en el peso incompleto que despachaba a sus clientes, y en el pago incompleto que hacía al comprar los marranos.

Cierta tarde, luego de ocultarse el sol, recibió a dos visitantes en su casa. Eran Pablo y El Perrín. El primero era originario del pueblo y el segundo había llegado de la sierra, en busca de trabajo. Se hizo amigo de Pablo, un hombre sin oficio ni beneficio, pero que tenía el buen gusto de vestirse bien y hasta usar perfumes finos. En tanto que el Perrín, que por cierto nadie nunca supo cómo se llamaba, era una persona que se vestía de manta, sombrero y huaraches de correas.

Le preguntaron al ex terror de la colonia que si no se interesaba por un marrano, de ciento cuarenta y cinco kilos. Pablo se identificó como tal, pero su acompañante nunca dijo una palabra.

-¿Y de quién es ese puerco?, preguntó el carnicero.
-Mío, respondió amablemente Pablo.

Sin más preámbulos el cochinero entró a su casa para traer el dinero y su báscula romana. Calculó cuánto sería por un cochino de más de ciento cuarenta kilos. Pero como siempre en su mente pasó rápidamente la idea de pagar menos del valor real. La “jugada” estaba en desajustar la báscula para que el aparato de medición arrojara menos pesaje del bulto corporal.

Los tres hombres descendieron de la parte alta de San Jerónimo y caminaron por sitios solitarios con rumbo al pueblo. Cruzaron el Ejido La ardillera para posteriormente internarse a una zona de muchos árboles, pero antes tuvieron que pasar por el vado de un río con el fin acortar distancias. Una vez cruzado el río, Pablo y El Perrín le “cantaron derecho” al carnicero. Le exigieron que les entregara el dinero pero la víctima se negó, por lo que se armó el enfrentamiento. Pablo sacó un machete de entre sus ropas y atacó al indefenso hombre, pero éste, a pesar de la oscuridad y de haber recibido un machetazo en el hombro derecho, logró quitarle el arma al atacante y se fue en contra de él. Pablo se arrojó al río para salvarse. Aprovechando la distracción, El Perrín saltó sobre el carnicero y recuperó el arma, para luego quitarle la vida a machetazos. Ambos tiraron al cuerpo ensangrentado al río.

Eran las seis y media de la mañana del siguiente día. El Perrín estaba en un solar cosiendo ropa limpia para cambiarse. La prenda que tenía puesta delataba sobremanera la acción que había realizado: estaba llena de sangre. Pablo se acercó a él y le dijo que huyera porque pronto se armaría el escándalo.

A las nueve de la mañana un parroquiano se acercó a los alguaciles para informarles que en la curva del río, abajito de su casa, se encontraba atorado un cadáver. Las autoridades pronto se trasladaron al sitio mencionado. El cuerpo era de un desconocido del pueblo, pero por esos minutos a la comandancia de la policía ya había llegado una señora.
-Busco a mi esposo pues desde anoche salió de la casa y no ha regresado -dijo compungida doña Clarita.

El comandante de la policía le hizo algunas preguntas a la señora, quien entre otras cosas respondió que la tarde del día anterior, ya casi de noche, se presentaron dos individuos en su casa para ofrecer en venta un cochino. Uno de ellos no habló, pero el otro dijo llamarse Pablo.

-Lo siento señora, su esposo fue asesinado.

Doña Clarita se soltó a llorar, a pesar de que no creía del todo de lo que le acababan de anunciar. Y a pesar de que sólo había tres elementos policíacos éstos hacían un gran escándalo y una importante movilización con la ayuda de hombres y señoras, vecinos del lugar. Las autoridades tuvieron la ocurrencia de llamar a todos los Pablos del pueblo.

Eran ya las once de la mañana del día siguiente de los hechos. La madre de Pablo ya estaba preocupada por su hijo. Pablo, al enterarse de que andaban buscando a todas las personas que tenían el mismo nombre, se animó a presentarse ante la policía para desechar sospechas, mas no sabía que a todos los Pablos los presentaban ante la señora Clarita para que pudiera identificar al presunto asesino; todos los Pablos pasaban a revisión.

-No, ese no –decía la señora al ir pasando los Pablos ante su mirada.

Pablo, el asesino, llegó ante la multitud, fingiendo desconocer lo que pasaba. Unos vecinos que estaban ahí gritaron.
-Ah, ese también se llama Pablo,
-A ver, Pablo, pasa por aquí –ordenó un guardián del orden quien tenía por arma sólo un pedazo de palo.

Pablo siguió fingiendo y pasó sin demostrar nerviosismo.

-Sí, este fue –gritó doña Clarita.

Lo detuvieron de inmediato y lo remitieron a la cárcel de la ciudad vecina. Las autoridades judiciales le sentenciaron catorce años de prisión. Al año Pablo se enfermó. Dejó de comer. Adelgazó pronto. A los pocos meses falleció tras las rejas. En el pueblo se comentó mucho que lo había matado su ex mujer mediante un trabajo de brujería.