EL ESTUCHE PERDIDO
Al despertar, José se percató que algo raro acontecía en su alrededor. Sentía el cuerpo entumido. Quiso tomar unas llaves de la mesa y no pudo. Vio que su esposa estaba dormida profundamente. La llamó y la mujer no despertaba. Le gritó con fuerza. Luego se acercó a ella y quiso moverla. Pero sus manos se perdían sobre el cuerpo de la mujer. Pretendió prender la luz mediante el interruptor. Y nada. Al ver que todo era raro empezó a gritar.
La gente era indiferente ante su presencia. Nadie lo miraba. Seguía caminando en la calle. Pensó ir a casa de sus padres, que estaba al otro lado del río. Exactamente sobre el puente colgante del afluente encontró a su padre. Se alegró al verlo y le saludó, pero su papá pasó junto a él sin hacerle caso. “¿Qué pasa conmigo?”, se lamentó. “¿Por qué nadie me quiere hablar?”. Recordó que la noche anterior ingirió mucha bebida alcohólica y pensó que tal vez había cometido alguna estupidez y era por eso que ahora nadie le quería dirigir la palabra.
Al terminar el camino del puente tomó una vereda que subía para llegar a tierra plana. A la mitad de ese tramo sintió perder el equilibrio y se cayó. Gran sorpresa se llevó al darse cuenta que no rodó ni fue a dar al río. Con el simple deseo de levantarse se elevó con demasiada ligereza hasta llegar a tierra plana. Llegó a la casa de sus padres, tocó la puerta y entro. Saludó y se repitieron los casos anteriores, nadie le contestó. Es más, no había nadie en la casa.
Se sentó a pensar y a analizar lo que ocurría. Se acomodó en un viejo sillón y decidió quedarse ahí para esperar la llegada de sus familiares. Cayó la tarde y luego la noche y nadie llegaba. Se puso a llorar y ahí quedó dormido. Cuando despertó las aves ya cantaban. Recordó las palabras de su abuela al hacer una remembranza de su infancia. “Pepito, no estés triste, mira cómo cantan las aves. Ellas nos dan una lección. Nosotros las personas también debemos cantar para empezar el día”. Con este pensamiento se contuvo. Recordó otros detalles de su vida.
De nuevo vino la tarde y la noche y sus familiares no aparecían. De repente se veía en su casa, “pero solo sensaciones”, decía. Se sentía tan ligero que de repente quiso volar para regresar a su casa. Y brincó hacia arriba. No tuvo problemas. Empezó a volar. Desde arriba veía todos los árboles, rio y casas. En cuestión de segundos vio que ya había llegado a su casa. Aterrizó y se introdujo por una ventana, pues todas las puertas estaban cerradas. No había nadie. En medio de su recámara había un veladora prendida y ahí junto había un retrato suyo. Se dio cuenta que había muerto. No podía creerlo. “Si estoy muerto ¿dónde está mi cuerpo?”, se preguntó.
Por fin se le ocurrió ir al panteón. El lugar se encontraba solitario. Había sepulcros por todos lados. Caminó sigiloso porque de repente creía que estaba vivo. Pero más adelante encontró un sepulcro recién hecho en cuya cruz había una placa con esta leyenda. “Aquí yace José Alejandro Montero Juárez (1981-2010), hombre incrédulo por no haber creído nunca en la existencia de un Creador ni tampoco en un mundo espiritual”.
José lo leyó con tristeza. Se hincó frente a su tumba y se puso a llorar.