IMÁGENES
La acción de volar lo idiotizó. Le dijo que dejara de pensar para no sentirse idiota. Muchos lo miraban porque él, a pesar de que pretendía ocultar, se le notaba en el rostro su nerviosismo. Pero más la huella triste que escurría en su ajada cara. Desde lejos unos niños de secundaria que caminaban cargando sus mochilas le gritaban: “que se arroje, que se arroje”.
Pero él sólo miraba callado. Se veía que sus lágrimas venían muy cerca y estaban a punto de inundar sus pupilas grises. Entonces apareció una mujer de bello rostro, quien se le acercó despacio y le extendió la mano. No supo qué hacer. Siguió mirando hacia arriba. Al levantar la mirada, vi que miraba una solitaria golondrina que surcaba el espacio adornado con enormes pedazos de nubes como algodón recién empacado.
Nadie se movía. Gilberto levantó una mano y señaló con el índice derecho a la muchedumbre que se acercaba al puente colgante que permitía llegar al otro lado del sitio, donde se veían agradables árboles frondosos y un pasto demasiado verde con bellísimas flores que sonreían a todos los caminantes que pasaban por ahí.
Caminaba descalzo para –decía- no lastimar las pequeñas piedras del camino, pero más tenía cuidado de no pisar ninguna flor, ni siquiera los pétalos secos que yacían muertos en los verdosos céspedes del jardín silvestre. Más adelante vio que un enorme hontanar arrojaba un chorro grueso de agua, con muchos litros por segundo. Se acordó que en su casa no había agua para beber. “Ojalá pudiera llevar un poco de agua”, pensó.
A lo lejos se veía una montaña con manchas verdes y blancas. Una niña que estaba sentada ahí cerca, descalza y con la blusa rota, le dijo que las manchas verdes eran los árboles y las manchas blancas eran las piedras. Mariela se sorprendió no por las manchas del cerro sino por la condición de la pequeña. “¿Dónde está tu madre?”, le preguntó. Pero la niña no respondió. Ese cerro se llama Ocotzotla, contestó, en vez de responder la pregunta de Mariela.
Después de pretender hacer una entrevista con la madre de la niña, pero que no la pudo localizar por más que la buscó, Gilberto presumía de su “sagacidad” con Mariela: “A partir de la semana entrante me irá mejor en mis ingresos”, expuso; luego agregó: “el que entra de alcalde es compadre de mi comadre, y es muy seguro que me salpicará un poco de beneficio”. Ya no lo dijo, pero él vivía de la extorsión y del chantaje, y escribía para un periódico cuyos directivos no le pagaban ni un centavo por sus notas y reportajes de pésima calidad.
En tanto que el perro de color café con una franja blanca desde su cabeza hasta el lomo cavaba la tierra y a decir de los niños que nadaban en un charco de una lluvia reciente, el can había olido un armadillo. Y desde lejos la niña que estaba sentada en una piedra gritó: “no es armadillo, es ayotochin”.
Un hombre que se estaba bañando casi desnudo en el río, a un ladito de donde salía más agua en grandes cantidades, se sonrío. Mariela volteó la mirada hacia otro lugar pues se apenó al ver al hombre enjabonado y tomaba agua con una jícara para echársela en el cuerpo.
¿Qué es una jícara?, preguntó un joven de gorra azul que caminaba en la veredita que conducía a las faldas del cerro tomado de las mano con su novia Elsa. La chavala explicó que jícara es una vasija o recipiente de origen natural, comúnmente hecha a partir del fruto jícaro, o bien de la corteza del fruto de la calabaza.
¿Y cómo sabes eso?, interrogó Arnoldo. Ah, pues eso dice Wikipedia, la Enciclopedia Libre –respondió la joven-, además mis abuelos en Tlankuitztempa sembraban las plantas de las jícaras y después de levantar la cosecha y secarla, bajaban a la ciudad Despoblada para vender esos recipientes naturales. “Mi abuela todavía la usa en estos tiempos”, agregó.
En el suelo arenoso, cerca del río, Karime Monterd vio un escrito que no entendía: "Tlakah, amoh xikalakikan ipan inin kolal”. El sol estaba en lo alto y el calor empezaba a calar hondo; la mujer tomó un sombrero que estaba colgado en un tronco a manera de estaca y se lo colocó en la cabeza. Sudaba. Sacó un pañuelo y se secó el rostro. Miraba los ocotes que sobresalían a lo lejos en las tierras empinadas de los cerros. Pensó un poco y luego se preguntó qué querrá decir esa expresión extraña que estaba en el suelo.
Un niño que se encontraba jugando con un perro blanco y una pequeña perra blanca también, a la que el infante le llamaba esta última Alpaca, sonriente le dijo a la mujer: “eso quiere decir señores, no se metan en este solar”.
Jaime abrió los ojos y bostezó, con la mente ida un poco. Vio su reloj. Eran las diez de la mañana. Miró a su derecha y se percató que junto a él estaba echado su perro blanco de nombre Pegaso. Se levantó, se bañó, se desayunó y se fue a trabajar. Sintió que había dormido mucho pero sin haber descansado bien, porque a su cabeza habían pasado muchas imágenes.